Cuando a uno de los más destacados pedagogos musicales del siglo pasado le preguntaron: “¿Cuándo debe un niño comenzar a escuchar música?”, contestó: “nueve meses antes de nacer”.
Estudios psicológicos demuestran que los niños que estudian música memorizan mejor, tienen una motricidad más ajustada, una fineza imaginativa más desarrollada y, en general, son más inteligentes.
Howard Gardner, en su libro “Las múltiples inteligencias”, destaca la música como una de las siete inteligencias del saber humano. De ahí que muchos compositores hayan dedicado algunas de sus obras a los más pequeños. Desde Leopoldo Mozart a Carl Orff hay un ramillete de piezas destinadas a desarrollar la sensibilidad infantil, a educir el potencial rítmico, melódico, expresivo e imaginativo de los más pequeños.
Los niños no precisan escuchar la música, sino vivirla. Es decir, su mundo no es el de los adultos; por tanto, no podemos pedirles que se sienten pacientemente a escuchar, analizar y disfrutar una obra. Su modo de acercarse a la música es más vital, menos intelectual, necesitan moverse, acompañarla con percusión, aunque sea de objetos nada convencionales, expresarla corporalmente, imaginarla. En definitiva, percibir la música como algo vivo.
Algunas obras que se sugieren para escuchar con los más pequeños: la famosa Sinfonía de los juguetes, de Leopoldo Mozart, La flauta mágica, de W. A. Mozart, la Canción de cuna, de Brahms, la Barcarola, de Los cuentos de Hoffmann, de Offenbach, El carnaval de los animales, de Saint Saëns, la Suite de Perr Gynt, de E. Grieg, En un mercado persa, de Ketelbey, Pedro y el lobo, de Robert Schumann, El lago de los cisnes, de Tchaikowsky, las Danzas fantásticas, de Turina.